Poeta, comunista, tolerante
En la noche del pasado jueves se apagó la vida, que no la palabra, de Fernando Macarro Castillo, el preso político del franquismo con más años de estancia entre rejas y que adoptó el pseudónimo de Marcos Ana, nombre que tomara de sus progenitores. Tuve la suerte de conocerlo personalmente en Archena, en abril de 2009, en el contexto de las II Jornadas de Memoria Histórica organizadas por el Ateneo de esa localidad. Presentaba su libro autobiográfico Decidme cómo es un árbol. Nos dedicó un ejemplar a mi compañera y a mí, calificándonos como «compañeros de lucha y esperanza», con el deseo, además, de que su libro pudiera contribuir a la «lucha por la dignidad humana». La emoción nos embargó cuando terminó de estampar su firma bajo aquella bella dedicatoria.
Marcos Ana fue hijo de aquella España en la que los niños y niñas abandonaban precozmente la escuela. Nacido en enero de 1920 en el seno de una familia humilde de jornaleros del campo en el pueblo salmantino de Arconada, pasó a vivir en Ventosa del río Almar, una pequeña localidad de esa misma provincia. Su padre, analfabeto, murió al estallar la guerra, alcanzado por una bomba. Su madre, que dominaba la lectura y escritura, murió de pena al no soportar el encarcelamiento de su hijo.
Marcos, el menor de la familia, dejó la escuela a los doce años para colocarse como mozo en una tienda. A los dieciséis, ingresó en las Juventudes Socialistas, que luego se unificarían con las comunistas, dando lugar a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). Al estallar la guerra, quiso ir voluntario al frente, pero no se lo permitieron por su edad, lo que le llevó a ser instructor en el Palacio de El Pardo de los jóvenes socialistas. Allí estuvo hasta la rendición del Madrid (‘traición’ del coronel Casado) en marzo de 1939. Detenido en Alicante, pasó por el Campo de los Almendros, donde, según nos dijo, el hambre de los presos hizo que desaparecieran las hojas de estos árboles, y por el terrible campo de concentración de Albatera. Estuvo preso en Porlier, en Ocaña, en Burgos? cárceles en las que pasó veintitrés años de su vida, estando en dos ocasiones al borde del pelotón de fusilamiento.
Su estancia en prisión le permitió entrar en contacto con los clásicos: Quevedo, Cervantes? aunque la lectura de El Quijote les estaba prohibida. Ahí se forjó el poeta que conocimos, un hombre sencillo y bueno, generoso, que nunca olvidó a sus compañeros encarcelados y asesinados. En su alocución de Archena nos emocionó vivamente y nos alentó a luchar por la justicia, que no por la venganza. En su libro de Memorias afirma: «Yo quiero el triunfo de la democracia para acabar con el odio y el fratricidio, para que todos los españoles podamos vivir pacíficamente, coincidir o discrepar en la defensa de nuestras ideas sin tener que degollarnos los unos a los otros. La única venganza a la que yo aspiro es a la de ver triunfantes un día los nobles ideales por los que he luchado y por los que miles de demócratas y antifranquistas perdieron su vida o su libertad».
Marcos Ana aseguró que lo sucedido en esa España de la intolerancia, en la posguerra, no ha de olvidarse y debería constituir una asignatura obligatoria para ser transmitida a los jóvenes.
Confesaba no guardar rencor por el periodo de su vida transcurrido en cárceles franquistas. Nos dijo que el encierro obligado en una celda de reducidas dimensiones agudiza la percepción sensorial, hasta el extremo de que era capaz de reconocer los sonidos diferenciados de las pisadas de los carceleros, según vinieran a aportarle el sustento diario o en busca de algún preso destinado al pelotón de fusilamiento. Sin embargo, sometido él personalmente a esta extrema experiencia en dos ocasiones, aseguró no haber experimentado el miedo; antes al contrario, ejerció de ‘pedagogo del optimismo’ ante sus propios compañeros.
Hombre agnóstico, nos contó que en una iglesia de Vallecas no le importó tener la imagen de Cristo al lado mientras relataba sus experiencias vividas, en la medida, dijo, que se sentía cercano e identificado con la figura de Cristo, aunque no con la Iglesia-institución ni con la religión. Hombre tolerante, pensaba que en la derecha encontramos buenas personas, como aquella concejala de Burgos que le ofreció, en una de sus charlas, un ramo de flores con siete rosas rojas, por los siete años transcurridos bajo la pena de muerte, y dieciséis blancas, por los restantes años que estuvo en prisión.
Pero más que por mis palabras, la personalidad de Marcos Ana queda reflejada en sus textos. Adjunto un poema extraído de su libro Poemas de la prisión y la vida.