«No» a las vaquillas
Cuando digo en el título «NO» quiero en realidad decir «Sí», y me explico.
Sí a las vaquillas porque son amorosas y tiernas, porque son cachorros, porque están desamparadas, porque les embisten unos mastuerzos que mejor harían en estudiar más y en acosar menos. Y antes que por cualquiera de las razones aducidas, porque si nos desagrada a nosotros ser agobiados sin primo de zumosol a quien pedir ayuda, muy raro resulta que a ellas se la traiga al pairo, o que incluso les guste. ¿No?
Debate el Ayuntamiento de Vitoria‑Gasteiz durante estos días si continúa ofreciendo este [patético] espectáculo en las próximas fiestas patronales agosteñas, o si aquí se acaba la función. Nosotros optamos por lo segundo, porque nos consideramos buenos ciudadanos, no como la alcaldesa, progresista ella, que no se entera de que tan particular característica moral incluye el respeto a los animales no humanos. ¡Pobre mujer, que ostenta la vara de mando de rebote y sin ética interespecie! ¿Sabrá la primera edil qué significa eso de «interespecie», o pensará que es un condimento asiático? Nunca lo sabremos, a menos que lo declare en rueda de prensa convocada ad hoc.
Lo suyo ha costado, pero al fin parece que una generosa mayoría social acepta que las corridas de toros son ―como mínimo― muy cuestionables desde una perspectiva moral, y hasta que ―como máximo― suponen una canallada inasumible por cualquier comunidad que pretenda definirse ‘adelantada’.
Así pues, y como quiera que uno no cree demasiado en milagros, habrá que esperar a que estos deleznables espectáculos vayan languideciendo hasta desaparecer por falta de sustento económico, hecho dependiente a su vez de la falta de público en las gradas. Tenemos enfrente al fenómeno de la evolución como Dios lo trajo al mundo: sin disfraz ni máscara alguna, o dicho en lenguaje popular, en pelota picada.
Aunque no distinto en el fondo, algo diferente se presenta el espectáculo de las vaquillas, pues goza este todavía de cierta aceptación social, por cuanto “a los animales no se les maltrata”. La afirmación no se sostiene, a poco que entremos en la realidad del hecho: los animales ―retoños de vaca, bueno es remarcarlo una vez más, por evidente que resulte― están ahí contra su voluntad, atormentados en su completo perímetro por gente egoísta que no valora sino su propio deseo de divertirse, sin apreciar que eso del divertimento propio a costa del malestar ajeno ofende en su esencia al concepto de respeto. Las vaquillas sufren antes, durante y después del evento. ¡Vaya que sí!
Por supuesto que no se les causan heridas corporales (el Reglamento lo prohíbe; como prohíbe de hecho que sean golpeadas o desmembradas, algo que no se cumple en absoluto), pero ello no impide que sufran en lo psicológico: echan de menos a su manada (¿hemos escuchado el lamento del ternero al ser separado de su madre?), perciben a los participantes del jolgorio como acosadores ―no se equivocan―, se agotan hasta la extenuación tratando inútilmente de ahuyentar a los agresores… Es difícil no leer en ese rostro un «¡Dejadme en paz!». Lo dirán sin duda en su lenguaje bovino, que no necesitamos conocer los humanos para interpretar según qué cosas en según qué animales y en según qué circunstancias. ¿Acaso necesitamos del perro abandonado en un pinar o del bebé olvidado a pleno sol lenguajes articulados para saber a ciencia cierta que sufren? Quiero pensar que todo ciudadano estándar asumirá que no. Entonces, ¿por qué hay quien lo duda ―hasta el abierto convencimiento de lo contrario― en el caso de las vaquillas?
La maldad existe en muchos de nosotros, desde luego, y la hay en todos los grados posibles. Pero me niego a pensar que es lo natural y cotidiano: que los aficionados a la tauromaquia sean una suerte de «sádicos sin remedio», que por ello disfrutan con el padecimiento de toros, caballos y vaquillas. Siempre aprecié el diagnóstico como una etiqueta demasiado reduccionista. Tiendo a pensar que se trata más de una ‘educación incompleta’ que de crueldad como tal. Siempre con las consabidas excepciones que todo fenómeno conductual arrastra. Quizá me escude en una fórmula personal, que en el fondo persigue un cierto ‘blanqueamiento’ moral de lo humano, siendo como somos bastante ‘oscuros’ en el debe de una especie que exhibe a la menor oportunidad su pancarta de «racional».
Y, mencionado el fleco de la ‘educación incompleta’, sostengo que aquí el maldito déficit de empatía se lleva buena parte del problema. Porque, en efecto, con la dosis adecuada de empatía, uno puede salir al mundo cargado de ilusión y esperanza. Justo lo contrario de lo que se aprecia en un espectáculo de vaquillas.
Además, pensemos que la empatía es ‘gratis total’; que no se compra el producto en una mercería; que podemos cargarnos de ella en la cantidad deseada, pues ni peso tiene, a diferencia de los libros en la mochila o la comida en el carrito de la compra.
Muestra cabezota la tradición que en la insigne capital de Euskadi la alegría baja del cielo, porque la trae un aldeano con atillo y paraguas abierto de par en par en pleno estío desde el campanario de la torre más cercano. Pues que tome nota doña Maider y meta en ese atillo algo que ni huele ni se deja ver, pero que se muestra esencial en nuestra vida terrenal.
¿O acaso no es la empatía un regalo celestial para quien quiera recibirla con los brazos y el corazón abiertos?
*Kepa Tamames.
Escritor.