Los británicos son muy británicos y mucho británicos
El llamado Brexit ha puesto en el disparadero mediático a la clase trabajadora nacida del neoliberalismo de Thatcher y Blair, los chavs de Owen Jones, y al mundo rural de Gran Bretaña. Las elites y la clase media culta globalizada no han escatimado insultos –ignorantes, chusma, atrasados- para descalificar el resultado del referendo negativo a la permanencia en la Unión Europea.
El odio de clase que destilan tales acusaciones en toda Europa en boca de sus voceros de la casta dominante son más que elocuentes, eludiendo cualquier análisis profundo y coherente de la crisis política, económica y social que vivimos a escala internacional desde, al menos, 2008. Cuando esos mismos chavs, agricultores y ganaderos se han abstenido en las elecciones o han votado por la derecha de Cameron, ninguna voz se ha alzado para criticar la alienación del sufragio a favor del neoliberalismo preconizado por Bruselas, Washington y el Fondo Monetario Internacional.
Cuando el voto apuntala el establishment hegemonizado por las finanzas, las clases altas y las multinacionales (la City londinense y los mercados bursátiles especulativos, o los políticos corruptos en otros lares geográficos), todo es recibido con parabienes y loas al sabio ejercicio de la democracia capitalista. La manipulación, por tanto, salta a la vista, siendo más que evidente el interés que subyace en esas opiniones ideológicas vertidas por los principales medios de comunicación, los lobbys y los think tanks generadores de tendencias para moldear a la opinión pública.
Que toda la culpa la tiene el populismo es el lema más manido y usado en los editoriales de las clases poseedoras y por los políticos profesionales y los funcionarios de las instancias comunitarias, internacionales y gubernamentales de cada país. Esta tesis tapa cualquier posibilidad de entender de raíz lo que ahora mismo está sucediendo en la cruda realidad europea.
La gente que peor lo esta pasando en la UE (trabajadores empobrecidos por los recortes sociales y la regresión de derechos laborales, las mujeres y los inmigrantes) ha votado en el Reino Unido contra la derecha, el neoliberalismo, la austeridad y los intereses de la elite política y económica. Ellos son los que tienen que competir, entre ellos mismos y contra los que llegan de fuera, por los escasos recursos a sus disposición, empleos en precario, salarios de miseria, sanidad y educación públicas abarrotadas de usuarios y becas a la baja. De ahí emergen conatos de xenofobia, racismo, misoginia y homofobia, de ese contacto directo y lucha sin cuartel por obtener un trabajo o una ayuda para salir adelante en el combate cotidiano por la supervivencia.
Las castas dominantes no necesitan expresar sus prejuicios de manera abierta y abrupta: ellas no luchan contra nadie para subsistir, simplemente atizan estas divisiones a conciencia para salir ganando de la situación social y económica sobrevenida. Sus beneficios resultan evidentes: mayores beneficios y dividendos, menos carga en sueldos y mayores excepciones fiscales.
Como dijera el multimillonario yanqui, genuino marxista en su subconsciente, Warren Buffet, estamos asistiendo a una cruenta lucha de clases, y los ricos estamos ganando. Más claro y cínico, imposible. De estos lodos surgen los nacionalismos, las guerras contra los países de Oriente Medio y el Tercer Mundo, las maquilas en Asia y Sudamérica, el auge de la ultraderecha y los falsos discursos izquierdistas de corte peronista.
La clase trabajadora está huérfana de sindicatos representativos. Éstos solo pueden atender de verdad a los trabajadores fijos de las administraciones públicas o de sectores estratégicos de la industria clásica. El resto es un páramo de precariedad absoluta donde se entra y se sale del mercado laboral sin poder hacer una mínima historia en un empleo estable. Así, es obvio, nadie puede realizar sindicalismo ni puede reivindicar sus derechos legales.
A todo lo referido, cabría añadir que ya desde hace décadas las formaciones denominadas socialdemócratas se transformaron en meras correas de transmisión del neoliberalismo y los intereses más rancios del capitalismo autóctono y transnacional, quedando en meras opciones nominales para domeñar aspiraciones izquierdistas y servir de punto de referencia teatral a las clases medias o menos pudientes del panorama social.
Ese inmenso vacío de alternativas de izquierda está siendo recogido en gran parte por pulsiones autoritarias de extrema derecha que reducen la complejidad a meras emociones a flor de piel, culpabilizando a lo inmediato de la situación política y económica: los inmigrantes nos quitan puestos de trabajo, lo mejor es volver a la sociedad tradicional donde las mujeres se ocupaban de las tareas reproductivas y domésticas, con aversiones singulares contra los gais y lesbianas, chivos expiatorios por excelencia de unas relaciones sociales fijas y presuntamente naturales y de moralidad intachable en las que cada cual sabe a ciencia su rol individual sin equívocos posibles.
La UE lleva fracasando durante mucho tiempo. El complot de las clases altas, alineadas con las corporaciones mundiales, contra la clase trabajadora y los grupos de mediano estatus social y económico está provocando desajustes colosales en esferas de todo tipo. El peligro hoy es que el ascenso de los particularismos grupales y los nacionalismos recalcitrantes de leyendas patrióticas y épocas pretéritas obtengan el aplauso alienado de la inmensa mayoría vejada y despreciada en este capitalismo posmoderno de la igualdad ficticia y de la precariedad vital sin escapatoria posible.
O renace la izquierda europea con una verdad influyente y no populista o los españoles seguirán siendo muy españoles (Rajoy dixit). Y los británicos, mucho británicos. La pregunta es, ¿fascismo a la vista?