Tamer Sarkis Fernández •  Opinión •  30/10/2016

Colombia: La paz es la lucha

Nosotros sabemos que Justicia es Paz. Y que no será paz el cese de la lucha sin el respeto estatal por unos acuerdos que garanticen el tránsito hacia la instauración de una sociedad con cariz CIVIL. Es decir: de una sociedad capacitada, por sus condiciones de existencia, para devenir actor productor de un marco alternativo de gestión de la riqueza nacional y de las relaciones internacionales del país. Tal hipótesis de entrega de armas sin cumplimiento de las reformas materiales habilitadoras de las amplias masas colombianas como sujeto civil, será sólo entreguismo. Será paz antisocial, puramente etimológica en calidad de pax/ pactum; el Pacto de sometimiento que “acordaban” los colonizados en la Antigüedad latina, rendidos a los hechos consumados y a la plenipotencia del merum imperium (literalmente “fuerza bruta”), y por el que sus ocupantes les perdonaban el pellejo a cambio de ponerlos a rotar entorno a las necesidades metropolitanas.

En tal mismo sentido, exigimos el cumplimiento de los acuerdos alcanzados no por creer que, por sí y en sí, estos conforman el marco para la paz SOCIAL. Más bien los vemos como un mínimo cese permisivo a la constitución del movimiento legal con cuyo nuevo margen de maniobra las masas puedan empezar a aplicar SU agenda política, al fin des-tapadas, des-estereotipadas y libres de abandonar la encerrona en que se ha convertido durante los últimos años la clandestinidad forzosa. Entendemos que urge quebrar esa barrera de ilegalidad y arrinconamiento presencial del combate -tan funcional al Estado colombiano y a sus amos atlánticos. Sólo así los sectores más avanzados de la Liberación Nacional se hallarán en condiciones de emprender una comunicación social capaz de derivar, tendencialmente, en una fusión cada vez más completa entre la vanguardia social y las clases, capas y sectores objetivamente representados por ésta primera. Así pues, se trata de normalizar y de normativizar la política de lo necesario llegando así a normalizar la asunción social de lo obvio:

Soberanía productiva y de recursos;

Soberanía sobre el mercado interno y de exportaciones;

Des-elitización y des-dualización de la estructura educativa, actualmente en manos del sionismo;

Expulsión de las fuerzas militares, paramilitares y de Inteligencia imperialistas (Bases, CIA, MOSSAD);

Dignificación de la vivienda mediante la inversión paulatinamente sustitutiva de la llamada “autoconstrucción”;

Re-industrialización de la periferia urbana antioqueña (hoy un lamentable cementerio fabril a decenas de km a la redonda), en base al prisma de la independencia industrial y no de la dependencia de inversiones extranjeras;

Fin del modelo ultra-competitivo tallerista y manufacturero subcontratado por las matrices estadounidenses en ciudades como Bogotá;

Urbanización y estructuración de los ciclópeos slums como El Surl, donde millones de personas se hacinan sin acceso a cobertura de necesidades elementales;

Regreso de los exiliados políticos. Tal requisito rebasa toda concepción “estrecha” en términos de política militante, incluyendo a todos aquellos centenares de miles de personas que, en la práctica, no pueden vivir libremente ni desarrollar su ser en una Colombia que, más y más troquelada a imagen de su rectoría oligárquica, acota los usos sociales, la atmósfera relacional, la subsistencia, la reunión y asociación, el soporte educativo, los horizontes profesionales, expresivos, la producción informativa, etc.;

Fin de la práctica llamada de los “falsos positivos”: ejercicio represivo consistente en el asesinato estatal y/o para-estatal de líderes, activistas, indígenas, campesinos, religiosos, estudiantes, mujeres, sindicalistas…, y, más allá, de gente del pueblo en general, vistiendo a las víctimas con uniforme para televisar acto seguido la farsa de que ellas “eran miembros de las FARC”;

Fin de la violencia sistemática (mediante la fuerza aérea, sicarios, para-militares, destacamentos estadounidenses…) por expulsar de sus tierras a las familias parceleras, campesinas cocaleras y, más ampliamente, al pequeño campesinado, encaminándole a convertirse en un punto perdido y alienado bajo la inmensidad de los “tugurios” y “villas-miseria”. Slums conurbanos a menudo mucho más extensos que la misma urbe, y circundados por un cinturón armado policíaco-mafioso de contención.

Etc.

Nosotros no somos ingenuos ni pensamos que la oligarquía en su conjunto se tome la paz en serio. Pero sabemos, al mismo tiempo, que la política consiste en el buen uso de las contradicciones en el campo enemigo, y que un sector de la oligarquía colombiana requiere ya de la paz como condición permisiva a su proyecto de ampliación sectorial. Hace alrededor de dos años, Santos en gira española reiteraba en entrevista con diversos diarios (EL MUNDO, EL PAÍS) que España y su historia pos-franquista constituían su modelo para el desarrollo económico colombiano. Dicha declaración dista de ser ociosa o retórica. Refleja el plan de deriva de la clase dominante colombiana subsidiaria, tratando de abandonar su reducido talante burocrático-comprador, agropecuario y agroindustrial, para convertirse también en accionista y partener de sectores desarrollistas de inversión (principalmente estadounidenses): telecomunicaciones, vías e infraestructuras, planes privados sanitarios sumándose a su clásica presencia en seguros y mutualidades, etc. Dicha ruta de ampliación de capitales se revela conveniencia no exclusivamente oligárquica, sino también para unos monopolios estadounidenses cada vez menos autosuficientes a la hora de acometer sus exportaciones de capitales, sujetas a rentabilidad en declive desde hace años y llegando, en el contexto colombiano, a nulidad rentable en el balance entre (a) Valor adicional invertido y (b) Valor ampliado.

Si el sector “pacifista” de la oligarquía persigue una paz-señuelo de su particular New Deal o Nueva Economía del (mal)desarrollo dependiente, el pueblo colombiano se juega, con el advenimiento de paz, sus perspectivas de auto-politización amplia con la que acumular fuerzas de cara a devenir actor revolucionario. Una revolución -por lo pronto- en el sentido que Marx definiera como “revolución política”; revolución que, sin cambiar de Modo de Producción, sí altera el carácter de clase de la vida jurídica e institucional y, gracias a ella, el régimen de propiedad y de uso y enfoque sobre la materialidad nacional. Dado que -según el veraz decir de Mao- “las masas hacen la historia”, es este proceso de paz tan vital, al ser condición permisiva de un salto cualitativo en la lucha de clases en Colombia. Al seno de la unidad dialéctica descrita, el contexto pacífico a ganar será sombra y cobijo del combate popular, de su florecimiento y maduración, mas sólo a través de la lucha el pueblo conquistará SU paz contra la sórdida PAX del sometimiento al actual Estado. Pues, en la Lógica de la historia, “lo falso es un momento de lo verdadero” (Filosofía hegeliana del Derecho).

El autor es vicedirector de Diario Unidad


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