Rafael Fenoy Rico •  Opinión •  31/01/2022

El primer Poder

En la teoría clásica de la división de poderes <Ejecutivo, Legislativo y Judicial>, atribuida a Montesquieu, se enumeran de forma que siempre el Judicial es él último. ¿Este orden de prelación tiene algún significado? Puede quien entienda que posiblemente esta ordenación sea debida a la musicalidad de las terminaciones (ivo, ivo, ial) de las tres palabras, pareciendo más elegante desde un punto de vista literario. También es posible que alguien piense que, situando a la judicatura en el último lugar, se persiga trasmitir la idea de que es el menor de los tres poderes. Se dirá -¡Un poder que no hace leyes, que no ejecuta, al fin y al cabo, podría pensarse que es un mero “adorno”! Hay quienes pueden llegar a considerarlo un “contrapeso” entendiendo que se produce “un juego” de poderes. Pero una mirada atenta a la realidad social y política de cualquier estado, que presuma de ser “democrático”, indica que quizás por ser el último en prelación es el más poderoso de los tres. No en vano la última piedra en componer un arco es llamada “clave” del mismo y es ella, por sí y en función de la situación que ocupa en el arco, la que permite que éste resista los enormes pesos que debe soportar. 

La independencia de estos tres poderes, desde la perspectiva de Montesquieu, tenía sentido para que cada cual actuara como compensadores de las derivas de cualquier de los otros dos. Sin embargo ningún poder factico (potestades) se conforma, o acepta de grado, el que otros poderes democráticos existan y puedan alterar su voluntad. En el esquema montesquiniano se parte de que el poder reside en el Pueblo. ¿Alguien puede avalar esta premisa? Porque si realmente el Pueblo carece de poder ¿Todo este entramado “democrático” será una pantomima? La historia de todas las democracias presenta reiteradamente que los procesos electorales, que permiten a los Pueblos elegir a sus gobernantes, están plagados de injerencias de potestades económicas ajenas a la voluntad popular. Estas ayudan más a unas opciones políticas que a otras. Diseñan la mecánica interna de las elecciones estableciendo la delegación absoluta de una quimérica soberanía popular en unos dirigentes previamente seleccionados por y para ellos; y cuando esto no funciona, y son electas personas “no controlables” por esas potestades, pues se da un golpe de estado y vuelta a la casilla de salida, eso sí con las fichas que les permitan controlar toda la acción de gobierno. No obstante como de eso de los Golpes de Estado no se debe abusar, no vaya el Pueblo a descubrir que mandan los de siempre en este “teatro” democrático, las potestades económicas se las ingenian para legitimar mediante la teoría de la división de poderes un sistema de control casi perfecto. Y aquí aparecen las Constituciones que sólo permiten a los pueblos elegir a sus legisladores, santificando de este modo el poder de los Partidos Políticos, que ganadores por sí, o en comanda coaligadas, controlan a los otros dos poderes, mediante el nombramiento de quienes deben ejercerlos. En este caso si se controla el poder judicial, sobre todo en las más altas instancias, donde van a parar el complejo sistemas de recursos de sentencias, se tiene el mejor as en la manga para conseguir que nada que pueda afectarle a sus intereses más preciados (económicos naturalmente) prospere. Si no hay justicia cualquier tropelía es posible materializarla. Y aunque leyes hay a montones que “garantizan” derechos, lo sinuoso de los procedimientos judiciales, los enormes costos que supone utilizarlos y sobre todo la enorme tardanza en resolver los litigios, concretan en la realidad que la justicia, o llega muy tarde o no se la espera. 

En la medida que esas potestades se han ido conformando transnacionalmente, los controles por estas potestades sobre cada país suponían una mayor complejidad para ejercerlos, por lo que el principio de globalización saltó del campo económico para instalarse en el político y surgen los Estados Federados, las Uniones Europeas, las instituciones bancarias supranacionales, los tribunales internacionales… que permiten con mucha menor intervención controlar espacios geopolíticos y económicos mayores. Esto explica que la corrupción campe por sus respetos y que al final los principales actores corruptos del teatro Constitucional “democrático”, tengan la seguridad de que culpable y confeso no les pasará nada de nada. Con decir aquello “lo siento, me equivoqué, no volverá a ocurrir”, si acaso basta y sobra. 

Para reconducir este entramado de intereses ajenos a los del Pueblo, este debe elegir directamente a los tres poderes, de forma que cada vez le sea más difícil a estas potestades seguir mangoneándolo. Que los altos tribunales sean elegidos por la ciudadanía de entre quienes se dedican al noble arte de la judicatura, aportaría un plus democrático a un escenario, nunca mejor dicho, totalmente partidario.


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