Momento guerra, momento bélico de propaganda masiva
Obviedad inadvertida entre la hojarasca que se oculta en el fragor político de la rabiosa actualidad: aquellas personas que claman por el rearme jamás irán al frente de batalla. Los cuerpos que caerán en el lodo serán los de siempre, la clase que trabaja, la clase que cuida, los y las que nada tienen que perder salvo la vida misma.
Líderes académicos, líderes de opinión y líderes políticos, salvo rarísimas excepciones, forman la intelligentsia orgánica que piensa por los demás pero que nunca se embarra en la lucha cotidiana. Las izquierdas tienen mucha culpa en el estado actual de la (geo)política dominada por el estruendo de los tambores precursores de guerra total.
Desde los albores del denominado neoliberalismo ideológico de Hayek y compañía y de los embates de Thatcher y Reagan con el adosado socioliberal presuntamente izquierdista de Blair, Felipe González y tantas otras socialdemocracias europeas venidas a menos, el capitalismo se convirtió en un concepto aceptable bajo el paraguas terminológico de economía social de mercado. La hegemonía neoliberal pasó a ser el pensamiento único de la vastas mayorías sociales.
Bajo la etiqueta de economía social de mercado, todo el mundo se sintió clase media, el constructo ideológico más persuasivo, seductor y eficaz de los laboratorios de ideas de derechas y de izquierdas posibilistas del siglo XX.
Con la anuencia de la posmodernidad en auge tras la caída del muro de Berlín, la eclosión de yoes con agencia autónoma y supuestamente libres e independientes (Foucault) se erigió en paradigma del nuevo mundo globalizado donde cada cual podría ser lo que quisiera. La sociedad rizomática de Deleuze y Guattari vinieron a anunciar que ya no había jerarquías ni verdades centrales o fuertes a las que anclarse para dar sentido a la vida y a la lucha política. Rancière y su apuesta porque cualquiera podría ser agente del cambio desde su propia peculiaridad dio alas al individualismo exacerbado de nuestra época, aunque desde una perspectiva igualitaria con aroma de izquierdas.
Ese afán de libertad individual sin resortes sociales fue un tanto corregido por Negri y Hardt con su concepto difuso, caótico y amorfo de multitud. Se superaba la lucha de clases como una antigualla filosófica y se confiaba en una muchedumbre culta, consciente y en red en base a idealismos un tanto ad hoc o de cartón piedra: una ilusión más inventada desde las frustraciones ideológicas de las izquierdas del siglo XX.
Estas ilusiones académicas permitieron la aparición de identidades mil, étnicas, grupales o sectoriales e incluso privadas, pero que normalmente fueron cada cual a su aire en sus justas luchas reivindicativas pero faltas de visión de conjunto. La tan querida transversalidad dejó de lado a la clase social. La lucha de clases ya no vendía bien, en parte gracias a la desideologización del espacio laboral y de sus sindicatos de clase antaño sociopolíticos. La desactivación de clase de aquellos sindicatos tuvo dos causas fundamentales, el embate externo ferocísimo del neoliberalismo y el ascenso de cuadros profesionalizados que creían a pies juntillas en las ideas desclasadas de la nueva izquierda de miras cortas sin programas que fueran más allá de reformismos parlamentarios de baja escala y escasa incidencia en la estructura de los regímenes capitalistas. Los liderazgos de chalé adosado marginaron a los de arrabal y extrarradio.
Frente a este estado general descrito a pinceladas, en apariencia regresan la dialéctica marxista y la y la teoría de la hegemonía cultural gramsciana. Después del empacho individualista del sálvese quien pueda las repetidas nuevas izquierdas que nunca dejaron de ser elitistas y vanguardistas recuperan en sus análisis el contenido social y colectivo de la ideología y de la política. Pueden integrarse en este contexto izquierdista a los populismos de redes sociales y mensajes maniqueístas sencillos de los de arriba y los de abajo o del uno por ciento de desalmados multimillonarios contra el 99 por ciento de la población sufriente.
Sigue faltando un sujeto colectivo e histórico que empuje transformaciones congruentes. La lucha a pie de calle es prácticamente inexistente y muy aislada. Las redes sociales concitan impulsos instantáneos y mayorías ficticias que se desvanecen en un santimén. Mucho ruido y pocas nueces.
Las verdades materiales y auténticas no se escuchan en el ruedo democrático. La principal contradicción del sistema capitalista sigue residiendo en el choque laboral entre la fuerza trabajadora y los patrones empresariales. Cómo consigo el sustento diario continúaa siendo lo principal en la vida de cualquiera, sin embargo entre tanta publicidad engañosa cada cual se refugia y aliena en una identidad propia para reelaborar los hechos y superar las disonancias cognitivas (conciencia de clase) que el contexto nos obliga a padecer en el discurrir del día a día.
Hoy habitamos un mundo donde la reacción caampa a sus anchas. Pensábamos que con la implosión de la URSS y la occidentalización democrática del orbe entero la felicidad, la igualdad y la justicia señorearían nuestras vidas. No quisimos ver la sustancia del capitalismo ni en la crisis del 2008 ni en la reciente pandemia ni en los conflictos bélicos a escala regional: el genocido de Israel en Palestina, la guerra entre Rusia y Ucrania, la desposesión intensiva y neocolonial de África…
El microfacismo hunde sus raíces en lo cotidiano aun con fachada democrática. La explotación laboral. La inquina grosera y criminal hacia los inmigrantes y las personas refugiadas de tez oscura. La aporofobia rampante muy de clase media iliustrada. La homofobia enquistada en las mentes más recalcitrantes. La violencia de género que a pesar de un feminismo al alza persiste en el asesinato doméstico. Las agresiones sexuales de los sacerdotes cristianos. Todo ello y mucho más sucede en el capitalismo y dentro de la ortodoxia subyacente de la religión cristiana. Y más allá de estas lindes, por contaminación ideológica e ideas ancestrales, también, por supuesto, en otras geografías no occidentales. No obstante, la globalización y hegemonía mundial es responsabilidad de Occidente y del neoliberalismo formalmente aséptico en la forma y beligerante en el fondo de sus entrañas ideológicas e intereses económicos.
Los Trump, Milei, Meloni, Orbán, Netanyahu, Putin y conmilitones de corte reaccionario similar son un estadio del capitalismo que siempre vuelve porque jamás se fue. El capitalismo precisa de guerras para acumular nuevas energías financieras y someter a la fuerza de trabajo a su antojo. El sistema es conocido: ciclos de expansión y consumismo intenso con reflujos o decrecimiento para impulsar la maquinaria de destrucción creativa y construcción competitiva una etapa más.
Si las izquierdas se pliegan al rearme no habrá alternativas reales al neoliberalismo. El campo de la izquierda reside en la política de contenido social y trasformadora de las estructuras económicas y culturales que alimentan el voraz proceso capitalista. Con decisión, unidad e inteligencia. Es necesario abrir los espacios colectivos a la gente de a pie al tiempo que se construye un programa basado en realidades tangibles e ideas fuertes que busquen una alternativa al sistema capitalista.
El problema se llama capitalismo. Dejémonos de eufemismos. Y la tradición de Occidente tiene un denominador común que en todo momento permanece con las uñas afiladas dispuesto a disolver cualquier idea o acción por nimia que sea, el cristianismo en sus distintas advocaciones. El cristianismo desde sus orígenes ha sido beligerante, omnipresente y usurpador de dioses y tradiciones ajenas. A pesar del odio estratégico al Islam no ha habido en la historia una religión más intolerante, intransigente, cruel y antiprogresista.
Y ese sustrato subyace en miles de ramas y tramas educativas, ideológicas, sociales y políticas de la vida cotidiana de millones de personas. El fascismo piadoso de baja intensidad de carácter cristiano permea y moldea la mente de inmensas mayorías. Los sistemas educativos silenciosos y discretos en Europa, las órdenes caritativas en África, América del Sur y África, las distintas sectas evangelistas y otras en EEUU, las conexiones con el establishment en América del Sur…
Roma tiene mucho poder, cultural, ideológico y económico. Su monumental ficción es capaz de adaptarse a diferentes situaciones coyunturales e históricas. Las honrosas excepciones no fundamentalistas confirman la regla de oro del cristianismo: caridad para los pobres y marginadas y perdón de los pecados y cmprensión ecuménica para la élites que ostentan el poder real.
No sería la primera vez que las balas, los cañones, los submarinos y los bombarderos de la reacción han sido rociados por el agua bendita de los jerarcas cristianos. Muchos líderes políticos y de opinión tienen a dios en la boca para justificar sus impulsos eróticos de guerra.
La guerra que nos anuncian en kits banales no es inevitable. Putin no invadirá la Unión Europea. La verdadera invasión ideológica ya se está produciendo desde Bruselas y Washington a mayor gloria de las empresas de armamento. La auténtica seguridad reside en las políticas sociales a favor de amplias mayorías. Para empezar a construir un consenso popular tal vez no sería mala idea pronunciar juntos la divisa de la Ilustración: igualdad, fraternidad y libertad. Parece poco, pero a día de hoy ya es bastante.
Capitalismo y guerra son sinónimos. No lo olvidemos.