La sospecha antidemocrática permanente
Desde un primer momento, la derecha latinoamericana ha puesto en duda la calidad democrática de los procesos progresistas. Según su relato, ampliamente difundido a través de su extraordinaria potencia de fuego mediática, las experiencias de emancipación se llevan a cabo vulnerando sistemáticamente los principios que conforman las democracias de origen liberal, desde la separación de poderes hasta la libertad de prensa, de la utilización de los mecanismos del Estado en beneficio propio a la persecución judicial de la oposición.
La tesis derechista –avalada por sus alianzas internacionales, gobiernos e instituciones de gobernanza del capital- se inscribiría de pleno en el concepto de “autoritarismo competitivo” acuñado por los politólogos Steven Levitsky y Lucan A. Way. A diferencia de los regímenes autoritarios puros, en el autoritarismo competitivo hay elecciones, pluralidad de partidos políticos, libertad de prensa, reconocimiento de los derechos humanos… Sucede que el control en todos los ámbitos por parte de la opción gobernante es de tal grado que no es posible una confrontación democrática en términos de igualdad. Aunque se celebren elecciones con regularidad y sin un fraude masivo, las condiciones para un bloque y otro son tan desequilibradas que no se puede hablar de democracia. Levitsky y Way ponen como ejemplo el abuso de los recursos públicos, el trato informativo desigual en los medios estatales, la persecución de la oposición y simpatizantes, fraudes electorales puntuales…
Se invalida así el argumento electoral esgrimido por los gobiernos progresistas para demostrar su legitimidad democrática. La existencia de procesos electorales bajo las premisas antes descritas impide a estos sistemas ser calificados como democracias.
Sin embargo, y en una pirueta sumamente funcional para los intereses opositores, la teoría del autoritarismo competitivo concede que hay cierto espacio para la contienda. En su afán de ser considerado una democracia y no un régimen autoritario puro, el autoritarismo competitivo debe dejar ciertos resquicios al juego político. La oposición puede plantear problemas a la opción gobernante e incluso, en un contexto adecuado, descabalgarla del poder. De esta forma se conjura el riesgo de desmovilización de los simpatizantes de los partidos de derecha. Si el fraude fuera absoluto, sus electores se quedarían en casa. Las derechas, cada vez que se aproximan unas elecciones, insisten en la importancia de la participación masiva como forma de impedir la manipulación de los resultados.
Cabe señalar que Levitsky y Way jamás pusieron como ejemplos de autoritarismo competitivo a los procesos de emancipación de Latinoamérica. Sus referencias eran el Perú de Fujimori, el México del PRI o la Croacia de Franjo Tudjman, pero no la Venezuela chavista, la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Correa o la Argentina de los Kirchner. La intelectualidad orgánica de la derecha del subcontinente se ha apropiado de una forma inteligente de su teoría, adaptándola a sus necesidades. Su enorme poder mediático, tanto interno como externo, permanece siempre alerta para denunciar cualquier supuesto atropello antidemocrático. Es un gota a gota permanente que acaba calando en el imaginario colectivo.
La estrategia ha obligado a los gobiernos progresistas a justificar su vocación democrática de forma constante. Resulta paradójico por cuanto muchos de ellos han sufrido golpes de Estado por parte de quienes, precisamente, le reprochan su carácter antidemocrático. Tienen en su contra, además, el sentido común de época. Los formalismos de las democracias burguesas siguen atravesando el inconsciente de buena parte de las sociedades latinoamericanas. A pesar de los avances en la instalación de un concepto democrático integral, que abarque desde la economía hasta la participación popular, la representación como principal mecanismo político sigue siendo incuestionable, así como el papel de las instituciones. Lo mismo cabe decir de los medios de comunicación privados, quienes ostentan una pátina de objetividad frente a los públicos, siempre bajo sospecha. Cualquier acción judicial contra una persona opositora es presentada como una persecución arbitraria. Poco importa si hay indicios de que pueda haber cometido un delito. Al “régimen” no se le concede el beneficio de la duda.
Poner el foco en la presunta vulneración de los formalismos democráticos le evita a la derecha abordar las desigualdades, las tensiones de clase que tradicionalmente se han resuelto a su favor, su control de los resortes económicos, incluso su pasado golpista, tanto el lejano como el cercano… Permite imágenes tan estrambóticas como ver al dirigente opositor venezolano Henrique Capriles enarbolar la Constitución Bolivariana, clamando por su respeto. Es la misma Carga Magna que él quiso finiquitar con su participación directa en el golpe de Estado de 2002 contra el Gobierno democráticamente elegido.