Jorge Majfud •  Opinión •  31/12/2024

Fidel y Malcolm X en Harlem

Más allá de las nacionalizaciones y las pretensiones de autonomía de la Nueva Cuba, la Revolución no tenía en mente cortar relaciones con su mayor socio comercial. Es más, cuando Fidel Castro visitó Estados Unidos el 7 de abril de 1959 contrató una agencia estadounidense especializada en relaciones públicas, la Bernard Relin & Associates Inc.

Fidel y Malcolm X en Harlem

Según la revista Time del 8 de julio de ese año, la firma le cobró 72.000 dólares al Gobierno cubano, una cifra insignificante, considerando los negocios personales de Fulgencio Batista con las compañías estadounidenses, los que ascendían a casi 46 millones de dólares. Aparte de algunos datos interesantes revelados por la compañía Bernard Relin, Castro no tomó muy en serio sus recomendaciones, como la de afeitarse la barba y cambiar su uniforme verde oliva por un traje de empresario.

El Secretario de Estado, Christian Herter, se reunió con el joven revolucionario en Washington. Herter reportó a Eisenhower: “Es una pena que usted no se haya reunido con Fidel Castro. Es un personaje más que interesante… En muchos aspectos, es como un niño”.

En un almuerzo, le presentaron a William Wieland.

―¿Quién es el señor?

―Míster Wieland ―dijo el asistente de Wieland― es el director de la Oficina de Asuntos Mexicanos y Caribeños y actualmente el encargado oficial de Departamento de Estado para los Asuntos Cubanos.

―Caramba ―dijo Castro―, pensé que el encargado de los asuntos de Cuba ese era yo.

Luego de una larga conversación en un hotel de Nueva York, el agente de la CIA Gerry Droller (por entonces Frank Bender) concluyó:

―Castro no solo no es comunista, sino que es un convencido anticomunista.

A la misma conclusión llegó el vicepresidente Richard Nixon, cuando se reunió con el cubano en la Casa Blanca, doce días después.

Ninguno de estos diagnósticos detuvieron el plan de invasión a la isla, sobre los escritorios de la CIA semanas antes de esa primer visita del nuevo líder revolucionario. El pecado original no era ser o no ser, sino disputarle a Washington, a las compañías azucareras y a las mafias de los casinos el control de la Perla del Caribe. Y, pero que eso, sentar un pésimo antecedente. Una vez más, como en 1898, el problema eran los independentistas, el inaceptable mal ejemplo de una República de negros libres, ya no cortando cabezas de sus amos, como en Haití, sino nacionalizando tierras y negocios, como lo intentó el presidente Árbenz en Guatemala.

A meses de dejar el Gobierno, Eisenhower decidió aplazar la invasión para dejársela al nuevo, John Kennedy. Para finales de 1960, La Habana ya había descubierto los campos de entrenamiento de la CIA en Guatemala. La CIA debió hacer circular el rumor en la prensa de que se trataba de un grupo de guerrilleros comunistas y, para conservar el factor sorpresa, cambió el desembarco en Trinidad por Bahía Cochinos, un área más cerca de La Habana, pero menos poblada.

En plena Guerra Fría, dejar que un dictador amigo caiga sin la venia de Washington y, para peor, se atreviese a hablar de soberanía nacional frente a las empresas que lideran la libertad del Mundo Desarrollado podría establecer un pésimo antecedente en las repúblicas bananeras del Sur. Para la CIA y para la Casa Blanca, la solución más rápida y económica era la misma que resolvió el problema en Guatemala: guerra mediática, invasión y cambio de régimen en nombre de la lucha contra el comunismo. Pan comido.

―¿Cochinos? ―protestó David Atlee Phillips, el agente de la CIA que dominaba el castellano por su trabajo de sabotaje en Chile desde el final de la Segunda Guerra― ¿Cómo creen que los cubanos van a apoyar una invasión con ese nombre?

Tal vez por la misma razón, Ernesto Che Guevara prefería llamar Playa Girón a la derrota más importante del imperialismo estadounidense en lo que iba del siglo. Claro que no era solo una cuestión de nombres. Por entonces, las encuestas daban que la Revolución tenía un apoyo del noventa por ciento de la población. La revelación de cementerios clandestinos por toda la isla, llenos de desaparecidos de Batista, no hizo más que aumentar el repudio contra el apoyo estadounidense y la mafia cubana, ahora exiliada en Miami.

―Es muy difícil encontrar un cubano que no tenga un familiar asesinado por el régimen de Batista ―dijo Ruby Hart Phillips, el periodista del New York Times radicado en Cuba.

El 17 de agosto de 1961, pocos meses después del fiasco de Bahía Cochinos y a siete mil quilómetros al sur, el Che dio un discurso en el paraninfo de la Universidad de la República del Uruguay. Esa tarde, a su lado, escuchaba atento el senador y excandidato a la presidencia de Chile, Salvador Allende. A la salida de la multitud, alguien mató de un disparo al profesor de historia Arbelio Ramírez. Aparentemente, la bala iba destinada a El Che. Fue el primer asesinato sin resolver de la Guerra Fría en ese país, como corresponde en los casos planeados por agencias secretas que juegan en la primera liga. En su discurso, El Che había observado que Uruguay no necesitaba ninguna revolución, porque su sistema democrático funcionaba. No sabía que, por entonces, el poderoso Howard Hunt se encontraba estacionado en Montevideo, el mismo que había promovido, con éxito, a su candidato a la presidencia de ese país, Benito Nardone. El mismo que había secuestrado los medios para destruir la democracia en Guatemala, los había vuelto a usar para colocar a su candidato en la presidencia, esta vez sin tanto escándalo. La democracia seguía funcionando muy bien, para algunos, para los mismos de siempre. Pero, como era tradición, había que remover influencias inconvenientes, en lo posible sin atentar contra la libertad de expresión. El ejemplo de independencia de Cuba, el discurso antimperialista de El Che, entraban en esa categoría de indeseables.

Seguramente no por casualidad, el agente cubano de la CIA Orlando Bosch se encontraba entre la multitud esa tarde en Montevideo, cuando mataron al profesor Arbelio Ramírez. Seguramente no había ido a escuchar la conferencia de El Che.

Los planes para asesinar a Castro y volver a instalar un dictador menos arrogante en La Habana habían comenzado la misma noche en que Batista huyó a República Dominicana en un avión cargado con varias maletas de dinero. Washington, la CIA y la mafia de los casinos no dudaron un momento. Fidel Castro lo sabía, pero necesitaba el mercado estadounidense y creía que un nuevo acuerdo con el gigante del norte sería posible. Así que el 18 de setiembre de 1960 volvió a aterrizar en Long Island, esta vez para participar en la Asamblea anual de las Naciones Unidas, cuatro días después.

El arribo de la delegación fue saludado por la izquierda estadounidense y recibido con amenazas por parte de La Rosa Blanca, grupo pro-Batista que más tarde, debido al desprestigio de El General Mulato, operaría junto con otros grupos de Miami como exiliados anticastristas.

Esta vez, el avión cubano que llevó a Fidel Castro a Nueva York fue obligado a regresar a Cuba, mientras la delegación era conducida al Hotel Shelburne, ubicado en Lexington Avenue y la calle 37. El hotel les exigió un depósito desorbitante de veinte mil dólares. El Departamento de Estado decretó que la delegación no podía abandonar Manhattan, pero ningún otro hotel del área se atrevió a recibirlos. Castro ironizó que si Nueva York no era capaz de proveer alojamiento a una delegación diplomática de otro país, entonces la ONU debería ser trasladada otra ciudad, como La Habana.

Era un día lluvioso y la delegación cubana apiló sus valijas en la puerta principal sin tener un hotel confirmado. Minutos después, un hombre negro entró al lobby del Shelburne y pidió para hablar con el primer ministro cubano. Cuando apareció el hombre de barba, el desconocido le dijo:

―Mr. Malcom X ha reservado un hotel para su delegación.

―Qué bien, chico. ¿Dónde es?

―Es el Hotel Theresa. Está a una hora de aquí, en Harlem.

Castro no lo sabía, pero el Hotel Theresa, por lejos menos caro que el Shelburne, había recibido celebridades negras que no eran aceptadas en el centro de Manhattan, como Duke Ellington, Louis Armstrong y Nat King Cole.

―Ahí mismo vamos ―dijo Castro.

El periódico de Harlem, el New York Citizen-Call, notando que la delegación oficial de Cuba estaba compuesta de blancos y negros, publicó:

El lunes por la noche, dos mil morenos neoyorquinos esperaron bajo la lluvia que el primer ministro cubano, Fidel Castro, llegara al famoso y antiguo Hotel Theresa de Harlem… Para los habitantes oprimidos del gueto de Harlem, Castro es ese revolucionario barbudo que expulsó a los corruptos de su nación y se atrevió a decirle al Estados Unidos de los blancos: que se vayan al carajo”.

También se acercó un grupo menos numerosos de cubanos batisteros para protestar contra la revolución.

El New York Times del 21 de setiembre tituló: “Castro procura el apoyo de los negroes”. En su columna, el periodista Wyne Phillips destacó la estrategia del Dr. Castro: pretender que no hay segregación racial en Cuba, cuando un año antes sacó por la fuerza a un líder cubano, Fulgencio Batista, que era medio negro. Pese a todo, el mismo Phillips debe admitir que diversos testimonios de estadounidenses negros de visita en La Habana reconocieron sentirse como personas, como cualquier blanco caminando por las calles.

Con la tinta todavía fresca de los diarios del día siguiente de su expulsión del Hotel Shelburne y de su entrada improvisada en el hotel de Harlem, los hoteles más lujosos de Manhattan le ofrecieron a la delegación cubana alojamiento gratis. Pero Castro decidió convertir la humillación inicial en otro golpe moral a la arrogancia del gigante. Rechazó las ofertas y la delegación se quedó en Harlem.

La historia del Hotel Theresa se convirtió en un dolor de cabeza para Washington y en una ofensa para un país que sufría una fuerte reacción segregacionista, donde los racistas más moderados apoyaban la solución de la ley interpretativa de la constitución, conocida como Separate but equal―iguales, pero separados. Para colmo de males, la delegación cubana recibió allí mismo la visita del presidente de Egipto, Gamal Abdel Nasser, del premier soviético Nikita Khrushchev, del primer ministro de India, Minister Jawaharlal Nehru y de intelectuales reconocidos como Langston Hughes, Allen Ginsberg y el profesor de Columbia University Wright Mills, autor de The Power Elite, libro donde expuso el existente conflicto de intereses entre el poder corporativo militar y los políticos. Varios investigadores reconocerán a este libro como la inspiración, no reconocida, del famoso discurso de despedida del presidente Eisenhower sobre los peligros del poder del Complejo Militar Industrial, por el cual será acusado de comunista.

 Malcolm X visitó a Castro en su habitación. A la salida, cuestionado por los periodistas por sus simpatías con Castro y el Che Guevara, declaró:

―Por favor, no nos digan cuáles deben ser nuestros amigos y cuáles nuestros enemigos.

Sidney Gottlieb, el genio químico encargado del Proyecto MK-Ultra de la CIA, propuso dejar en ridículo al peligroso líder ante la mirada de todo el mundo. Para la entrevista con CBS, que para el propósito debía llegar a la mayor cantidad de gente en el mundo, propuso contaminar los zapatos de Castro con thallium. Esto le provocaría un exceso de segregación salival mientras hablaba. Al mismo tiempo, se lo expondría a LSD para que pareciese borracho. No era una idea nueva de sabotaje propagandístico (Howard Hunt había usado recursos similares en México, contra el pintor Diego Rivera), pero esa vez no funcionó con el entrevistado.

El presidente Eisenhower y el vicepresidente Nixon no ocultaron su frustración. El FBI tomó nota. Uno de sus agentes logró entrar en el Hotel Theresa y espiar una reunión entre Castro y Malcolm X. La CIA, al no tener jurisdicción territorial, empleó la firma mercenaria fundada por uno de sus exagentes, Robert Maheu para planear el primero de los seiscientos intentos de asesinar a Castro. La agencia privada Maheu era la misma que, al servicio del dictador Rafael Trujillo, había hecho desaparecer al profesor Jesús Galíndez en Nueva York, cuatro años antes. La misma que sirvió de base a una de las series más populares de la historia de la televisión: Mission: Impossible. La misma serie a la que eran aficionados varios batisteros de la fracasada invasión de Bahía Cochinos, como Orlando Bosch.

En el Plaza Hotel, Bob Maheu se reunió con el agente de la CIA Jim O’Connell y con John Roselli, uno de los líderes de la mafia italoamericana, dueña de los cabarets, prostíbulos y casinos en Cuba, protegidos por Batista y añorados por generaciones de cubanos nostálgicos en Estados Unidos como La época dorada en la cual todo el pueblo cubano vivía bailando salsa, bebiendo ron y haciendo mucho dinero de la corrupción legal.

Estas mafias habían sido desplazadas por la Revolución de 1959, por lo que la CIA entendía que compartía con ellas un mismo objetivo. Para asesinar al dictador malo, en el poder desde hacía unos pocos meses, Mr. Roselli puso a Maheu en contacto con otros mafiosos de Tampa, en Florida. Dos de ellos eran Sam Giancana y Santo Trafficante Jr., ambos donantes de la campaña presidencial de Kennedy y luego colaboradores en la conspiración para su asesinato. Aunque, por alguna muy buena razón, los documentos que terminen de probar esta última información no han sido desclasificados por Washington, los indicios y los testimonios que insisten en señalar la participación de la CIA y de la mafia cubana se han ido acumulando a lo largo de los años como abono en gallinero.

Giancana fue asesinado en Chicago en 1975, justo antes de que declarase ante la Comisión Church del Senado de Estados Unidos, la que investigaba los planes de asesinatos sistemáticos de la CIA. De forma previsible, el director de la CIA, William Colby, aseguró: “nosotros no tuvimos nada que ver con eso”.

Fidel Castro habría sido un objetivo fácil en un hotel de negros que ni siquiera podía controlar el agua caliente en las dichas. Pero Maheu y la CIA sabían que el asesinato de un líder extranjero en suelo estadounidense sólo empeoraría la reputación de Washington, por lo que decidieron llevar el gran momento a La Habana. A su regreso, Castro dio un previsible discurso desde el balcón de la Casa de Gobierno, el que fue interrumpido por una bomba. Unos minutos después explotó una segunda y, unas horas después, una tercera. Hubiese sido pan comido afirmar que el magnicidio se había tratado de la heroica disidencia cubana y que “nosotros no tuvimos nada que ver”. Ese fue uno de los 638 intentos fallidos de asesinar al único dictador que Washington, la CIA, los grandes medios podían ver en el Caribe, en América Latina y en el resto del mundo.

Siguieron otros intentos de envenenamiento que varios mercenarios cubanos, como Juan Orta y otros infiltrados realizaron por abultadas cifras en dólares, pero ninguno logró su objetivo. Tampoco funcionaron los planes de gases en entrevistas o de armas escondidas en micrófonos de prensa, como la organizada desde Bolivia, con el apoyo del cubano Antonio Veciana, cuando Castro visitó Chile en 1971.

En su discurso en la ONU del jueves 22, Castro contestó a las acusaciones de la prensa dominante de que los cubanos habían elegido un burdel para alojarse:

―Para algunos señores, un hotel humilde del barrio de Harlem, el barrio de los negros de Estados Unidos, tiene que ser un burdel.

Años después, ante la provocación de un periodista, Malcolm X contestó:

―El único blanco que me ha caído bien ha sido Fidel Castro.

La CIA no logró asesinar al barbudo del Caribe, pero el FBI logró que asesinaran a Malcolm X en 1965, como siempre, como si fuese cosa de otros, de lobos solitarios. La misma estrategia de las soluciones indirectas había sido practicada con Martin Luther King. El FBI lo persiguió por años para documentar su debilidad por las mujeres. Sabía que sufría de depresión y, de joven, había intentado suicidarse. La idea era exponer alguna posible infidelidad, destrozar su matrimonio y empujarlo al suicidio. Como esto no funcionó, se facilitó un asesinato a manos de algún enfermo solitario, lo cual llegó en 1968, en el Motel Lorraine, cuando el líder negro se preparaba para apoyar una huelga de los trabajadores de la salud en Tennessee. En la memoria colectiva sólo quedarán estos dos asesinatos, atribuidos a lobos solitarios, no el plan del FBI afinado y ejecutado por dos décadas, luego conocido como Cointelpro (Counter Intelligence Program) con el cual el FBI infiltró a las comunidades negras y latinas; infiltró sindicatos, grupos feministas y contra las guerras imperiales para vigilarlos y desacreditarlos con provocadores; para desmoralizarlos y desmovilizar sus organizaciones de resistencia. Un memorándum del FBI sellado el 3 de marzo de 1968, informó que “Martin Luther King, Jr. fue atacado porque (entre otras cosas) podría abandonar su supuesta obediencia a las doctrinas liberales blancas (de no violencia) y abrazar el nacionalismo negro”. Ocho años después, en abril de1976, una investigación del Senado encabezada por el senador Frank Church concluyó que esta guerra psicológica condujo al acoso moral bajo falsos reportes y rumores plantados en los medios. “Muchas de las técnicas utilizadas serían intolerables en una sociedad democrática, incluso si todos los objetivos hubieran estado involucrados en actividades violentas, pero Conteilpro fue mucho más allá. La premisa principal no expresada de los programas era que una agencia encargada de hacer cumplir la ley tiene el deber de hacer todo lo necesario para combatir las amenazas percibidas al orden social y político existente”.

En 1967, la CIA tuvo más suerte con su plan de asesinar al Che Guevara en Bolivia. El Che, acusado durante décadas desde el centro mediático de Miami de ser un cruel asesino, había vuelto a su costumbre de ir al frente de sus batallas, costumbre a la que los héroes del exilio batistero, como Orlando Bosch y Luis Posada Carriles, no eran muy afines. Tampoco fue una característica de los múltiples mercenarios que, según el FBI, convirtieron a Miami en “La capital del terrorismo de Estados Unidos”. También el Mono Morales Navarrete, José Dionisio Suárez, Virgilio Paz y los hermanos Novo Sampol eran más aficionados a la dinamita y a los explosivos plásticos C4 de la CIA, siempre a distancia, que a los habanos de contrabando.

Semanas después del escándalo del Hotel Theresa, el 12 de octubre de 1960, el joven senador John F. Kennedy plantó su puestito de vendedor frente al hotel y dio un discurso contra la discriminación racial y contra las ideas socialistas de la Revolución cubana. Nada mejor que secuestrar la lucha de los de abajo y, enseguida, limitarla a un área específica, la nacional, así como los bomberos queman una frontera de bosque para detener un incendio mayor. Un par de años antes, en el Congreso, el senador Kennedy había recomendado continuar financiando a los ejércitos latinoamericanos para mantener influencia política de Washington en esos países.

―Los ejércitos latinoamericanos no sirven para un carajo en ninguna guerra ―había dicho en 1958, el joven senador―, pero en sus países son las instituciones más importantes. El dinero que les enviamos como ayuda es dinero tirado por el caño, en un sentido militar, pero es dinero muy bien invertido en un sentido político.

Fragmento del libro 1976 El exilio del terror (2024)


Opinión /