Alberto Rabilotta y Andrés Piqueras •  Opinión •  06/07/2017

1917 – 2017: La revolución y nuestro mundo, 100 años después

Este año que se cumple el centenario de la Revolución Soviética bien vale recordar algunas cuestiones que han sido vitales para nuestras sociedades capitalistas desde entonces.

La Revolución Soviética realizó la más rápida y profunda incorporación de derechos colectivos a las grandes masas de población que ha conocido la historia; masas que hasta entonces habían permanecido en estado de semi-vasallaje. Además de ello fue un elemento decisivo en la obtención de independencias y logros sociales y políticos para muchos pueblos de la tierra, permitiendo una correlación de fuerzas que posibilitó una generalizada redistribución de la riqueza y de garantías sociales en el mundo. Entre otras conquistas a agradecerle está la consecución del “Estado de Bienestar” en las formaciones del capitalismo europeo.

La universal influencia de la URSS (de la estrella de 5 puntas que simboliza los 5 continentes), el prodigio de una revolución que cambió el mundo, que hizo que el capitalismo no pudiera seguir siendo lo que había sido, no podía dejarse pasar por EE.UU. y las entonces debilitadas metrópolis europeas. En esos momentos Europa estaba sacudida por luchas sindicales, sociales y políticas que, bajo la capacidad de atracción del mundo soviético, darían paso a una progresiva integración de la fuerza de trabajo al orden burgués a través de los servicios del Estado y del consumo de masas. En contrapartida, el Capital llevaría a cabo un combate radical contra las organizaciones que aun así querían ir más allá de ese orden.

Esa integración reformista o socialdemócrata de la población fue la réplica a los logros sociales alcanzados por la URSS. Sin esos primeros derechos colectivos ganados gracias a la multiplicación de las luchas de clase, el capitalismo industrial no habría podido salir de las crisis del liberalismo y desarrollarse, ya que la construcción de una “sociedad sólida”, bien organizada y con niveles de seguridad adecuados, fue lo que permitió el desarrollo económico y la creación de la sociedad de consumo. El régimen de acumulación del capitalismo industrial-keynesiano no hubiera sido posible sin la erección de lo social, basado en la institucionalización de la relación Capital-Trabajo. Ese matrimonio de conveniencia requería de los mínimos necesarios en derechos colectivos.

Tal relación dialéctica que fuera tan favorable al capitalismo industrial entre 1945 y 1973, comenzó no obstante a ser conflictiva cuando los avances de las fuerzas productivas creados en los procesos de producción mediante la progresiva introducción de la automatización y las ciencias en general, que tuvo lugar junto a la transnacionalización de las cadenas de producción y la ampliación del mercado junto a la liberalización del comercio, comenzó a disolver la relación Capital-Trabajo en las sociedades de los países de capitalismo avanzado, y con ella los derechos colectivos (o las conquistas laborales y sociales sectoriales en el caso de EEUU que nunca llegaron a ser conquistas políticas).

De facto, esos derechos se vuelven una traba cuando el modelo productivo del capitalismo industrial deja de ser dominante, se adoptan las políticas “neoliberales” (que muy poco tenían que ver con el liberalismo clásico) y los Estados empiezan a reducir o abandonar su parcial papel redistribuidor, para intervenir en adelante crecientemente en beneficio del Capital. Tampoco era caprichoso, dado que con el avance de la automatización, el capitalismo veía seriamente debilitada su capacidad de seguir generando valor (algo que acusarían definitivamente las tasas de ganancia de sus núcleos centrales).

Los cambios en el “funcionamiento” del capitalismo real llevan por ello en esa etapa a la necesidad de construir un “nuevo orden” social interno a cada Estado, menos democrático y distributivo, acorde con el declive del valor y el desbaratamiento del mercado-nación, así como a consolidar y ampliar la hegemonía del Gran Capital a escala mundial (que buscaría la consecución de Estados-región, como la UE).

La guerra de clase estratégica que desata el Capital contra las sociedades mediante nuevos órganos e instituciones de poder y regulación social, teje todo un entramado de políticas antisociales que se extenderán a la casi totalidad del planeta. Se configuraban, así, unos parecidísimos patrones de intervención del Estado tardocapitalista, a través de medidas:

• Fiscales: reducción de aportes patronales a la seguridad social; reformas tributarias regresivas que suponen el tendencial aumento de los impuestos al salariado, disminución del salario real (por congelación o disminución de los salarios nominales respecto a la inflación).

• Financieras: eliminación de los controles directos sobre el sector bancario; liberalización de las tasas de interés; planes de salvamento del sistema financiero privado; reducción de las competencias de los Bancos Centrales.

• Laborales: restricciones de la intermediación sindical y en general de las  organizaciones obreras, en la relación laboral; legalización de trabajos precarizados y descenso de los salarios públicos; marginación del mecanismo keynesiano de indexación de salarios ligado a la productividad; creciente sustitución de la productividad por la competitividad (como medidor de la efectividad de la dominación y explotación capitalistas en los procesos productivos); menguamiento de los dispositivos de regulación laboral social recogidos en los estatutos del trabajo o desregulación social de los mercados laborales pareja a la flexibilización de los procesos productivos. Prolongación del ciclo de la vida laboral; confiscación de derechos laborales universales.

• Públicas: Favorecimiento de las oportunidades de inversión del capital excedente a través de privatizaciones masivas o la apropiación privada de la riqueza social; intervenciones estratégicas con miras a recomponer el poder de clase. Significativo descenso del salario real y de los salarios indirectos y diferidos, coadyuvante  el continuado aumento de la pobreza relativa (y absoluta). Descenso de los gastos en protección social.

• De seguridad social: reemplazo del sistema único y solidario por el ahorro individual a través de organizaciones financieras y bancos privados. Paso del sistema universal de atención a un sistema sectorializado y fragmentado.

La presión de esas medidas actuó en el sentido de compeler al conjunto de capitales mundiales a ir adoptándolas so pena de perder “competitividad” frente a quienes más destrozos de la condición laboral (y por tanto, mayor capacidad de explotación) habían logrado con ellas. Proceso que está ya bien descrito (desde Hayek) y que lleva a la creación del actual estado de cosas, con las finanzas en los puestos de mando y la sucesión de Tratados de Libre comercio para consolidar la primacía del orden constitucional estadounidense, sus reglas laborales y sociales, y la consecuente negación de las soberanías nacionales y populares. Tratados como el TPP y el TTIP (EU-EEUU), están creando una especie de “derecho internacional” que en realidad está basado en las leyes y la jurisprudencia de EEUU (porque ningún Tratado o Acuerdo con este país puede contradecir las leyes o el Congreso de EEUU). Es decir, que todos los Tratados firmados por EE.UU. institucionalizan de jure la aplicación extraterritorial de sus leyes. La liberalización comercial (coordinada por la OMC) potencia esa operación a escala mundial.

El nuevo orden de cosas se apoyó también en la creación de una nueva superestructura del saber y de las “formas de pensar”, o sea una ingeniería sociopolítica para crear el actual sistema de dominación. Aquí tuvieron especial relevancia las recomendaciones del abogado y luego Juez de la Corte suprema de EEUU, Lewis Powell, en 1971, de preparar una nueva elite dirigente libre de todo pensamiento de clase o alternativo ( http://rebelion.org/noticia.php?id=158701 ;http://reclaimdemocracy.org/powell_memo_lewis/ ). “Recomendaciones” que fueron llevadas a cabo en EEUU y en Europa mediante una expurgación radical en los sistemas de educación superior y en los medios de comunicación de masas, de las ideas vinculadas a las luchas de clase y la denuncia de la estructura de poder del sistema sociopolítico.

Es así que desde esa época comenzó en los centros de estudios de los países del capitalismo avanzado, con cambios de profesorado y modificaciones de los programas de estudio, la eliminación del pensamiento marxista, e incluso de las aristas más peliagudas del “progresista”, y la consagración del “pensamiento único” del orden neoliberal que hoy día caracteriza a la elite profesional que hace funcionar los gobiernos e instituciones internacionales y sus contrapartes nacionales ( http://agendacomunistavalencia.blogspot.com.es/2017/06/braudel-foucault-levi-strauss-y-la-cia.html ). La formación de esta elite fue un paso decisivo para “blindar el sistema” de cualquier intento de cambio, una gran obra de ingeniería social que consistió en “borrar del mapa social y político” no sólo los intereses de clase como motor de la lucha política y social, sino la propia existencia de las clases (en unas sociedades en las que ya todos éramos “clase media”).

Formando también parte de ese combate y de la propia “Guerra Fría”, es que el imperialismo norteamericano lanzaría una política de ‘promoción’ y propaganda de los derechos humanos (entendidos como un conjunto abstracto de principios dados, ajenos a la política y entendidos en el estricto ámbito individual)  y la consiguiente adopción de “Declaraciones” o “Cartas de Derechos y Libertades Individuales”, para que en adelante distrajeran los combates contra la demolición de los derechos colectivos conquistados políticamente por las luchas de clase de varias generaciones, así como para irradiar una luz negativa sobre los derechos colectivos que se habían conseguido en el Segundo Mundo y que habían servido de modelo al Tercero, como lo muestra la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos, o Carta de Argel, el año 1976, en donde se reunieron numerosos países del mundo capitalista periférico, y cuyo preámbulo empezaba así: “Vivimos tiempos de grandes esperanzas pero también de profundas inquietudes. Tiempos llenos de conflictos y de contradicciones. Tiempos en que las luchas de liberación han alzado a los pueblos del mundo contra las estructuras nacionales e internacionales del imperialismo y han conseguido derribar sistemas coloniales… Pero son también tiempos de frustraciones y derrotas en que aparecen nuevas formas de imperialismo para oprimir y explotar a los pueblos… Interviniendo directa o indirectamente por medio de las empresas multinacionales, sirviéndose de políticos locales corrompidos, ayudando a regímenes militares que se basan en la represión policial, la tortura y la exterminación física de los opositores, por un conjunto de prácticas conocidas como neocolonialismo, el imperialismo extiende su dominación a numerosos pueblos”. Entre sus principios encontramos en la Sección I. Derecho a la existencia. Artículo 1. Todo pueblo tiene derecho a existir. Artículo 3. Todo pueblo tiene el derecho de conservar en paz la posesión de su territorio y de retornar allí en caso de expulsión. En la Sección II. Derecho a la autodeterminación política. Artículo 5. Todo pueblo tiene el derecho imprescindible e inalienable a la autodeterminación. Él determina su estatus político con toda libertad y sin ninguna injerencia exterior. Artículo 6. Todo pueblo tiene el derecho de liberarse de toda dominación colonial o extranjera directa o indirecta y de todos los regímenes racistas.

Como es obvio, las potencias mundiales capitalistas, que se habían dedicado a la colonización, la neocolonización y el sabotaje continuo de cualquier intento de autonomía de los pueblos (lo que implica de suyo la implantación de, o el apoyo a  dictaduras), no sólo no quisieron ni oír hablar de esos derechos, sino que emprendieron la promoción exclusiva de los derechos y libertades individuales como un arma también contra los países en fase de descolonización, preparando ya el terreno para las justificación de las mayores intervenciones del imperialismo colectivo estadounidense-europeo que estaban por venir.

En esa trayectoria se explica la invención del « derecho de injerencia humanitaria» (impulsado en 1971 por la ONG Médecins sans Frontières, cuyo cofundador, Bernard Kouchner, lo defendió ante las Naciones Unidas), y con él la creación de ONGs (las primeras son Amnistía Internacional y Human Rights Watch) acordes con ese nuevo “derecho” y con las actualizadas estrategias de intervención imperial, a las que a menudo duplicaban (borrando el carácter político y de clase de los acontecimientos, desconsiderando su enraizamiento en estructuras globales de dominación y explotación). También iban destinadas a suplantar las luchas sociales y políticas sectoriales que históricamente formaron parte de los movimientos y partidos transformadores.

En efecto, la (pasajera) derrota mundial de las fuerzas del Trabajo no se consiguió apenas con intervenciones de tipo económico, político o social, como las descritas, sino complementaria e incluso previamente a través de un pulso militar que exterminó, doblegó o marginalizó las fuerzas más conscientes, organizadas y combativas del Trabajo, incluido con el tiempo, muy especialmente, el propio Segundo Mundo; preparando de esa manera el terreno para la puesta en marcha de las medidas neoliberales con la menor oposición posible. Se imponía así también el marco dado de las cosas (“fuera del Sistema no hay nada”), a partir del cual en adelante cabrían hacerse las composiciones de lugar y el horizonte de posibilidades de los distintos sujetos sociales.

Esas intervenciones tuvieron dos vertientes especiales: la ofensiva antisindical y antipolítica en todas las formaciones sociales, y la lucha contra las organizaciones políticas y político-armadas del Trabajo principalmente, aunque no sólo, en las sociedades periféricas. De Vietnam e Indonesia a Nicaragua, pasando por Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil, y los “países del frente” contra el apartheid y el subimperialismo de la Sudáfrica racista, en el cono sur africano, se manifiestan algunos de sus hitos. Tailandia, El Salvador, Guatemala, Grenada y Panamá, entre otros, saben también lo que las intervenciones militares imperialistas de esa fase significaron en sus países. Asimismo se derrocaban o asesinaban líderes africanos independentistas, nacionalistas o socialistas: Kwame Nkrumah (Ghana), Sekou Touré (Guinea Conakry), Chivambo Mondlane y Samora Machel (Mozambique), Amilcar Cabral (Cabo Verde), Patrice Lumumba (Congo), Tomas Sankara (Burkina Faso); mientras se apoyaban dictadores de especial trayectoria sanguinaria, como Idi Amin (Uganda) o Mobutu Sese Seko (Congo).

No podemos olvidar que durante todo ese tiempo se llevó a cabo también un despiadado acoso a Cuba, como telón de fondo de la estrategia imperial contra la emancipación de los pueblos.

Tamaña ofensiva llevaba implícita, asimismo, una estrategia que pasaba por conseguir el cerramiento de filas de las sociedades centrales en torno a los EEUU (lo que reforzaba su dependencia estratégica y militar respecto del coloso americano) en un esfuerzo común por contrarrestar el poder de los países periféricos y arrinconar de una vez las luchas alternativas de sus poblaciones. La “comunidad de países desarrollados” vendría a acometer lo que la “comunidad atlántica” había dejado inconcluso en su intento de establecer un gobierno mundial. En su lugar se optará por una gobernanza global de los asuntos del mundo que persigue la estabilidad general del Sistema a pesar de la acusada modificación en los patrones de dominación y explotación; lo cual pasa necesariamente por la acentuación de la vigilancia y reducción de la participación popular, así como por la creciente represión de aquella que sea susceptible de alterar las nuevas relaciones de clase.

La impúdica concentración de riqueza en cada vez menos manos, tendencia inexorable del capital sólo frenada durante unas décadas por la presencia de la Unión Soviética, es paralela al proceso de centralización del capital, que a su vez ha tenido su réplica en la concentración mediática. La formación de los grandes conglomerados mediáticos mundiales (resultado de la absorción de las empresas de la comunicación por las grandes corporaciones industriales, que las incorporan a su propiedad), significó el control prácticamente absoluto de la información y de las conciencias, casi la principal arma distintiva con la que hoy sigue contando EE.UU., y de rebote sus subordinados europeos: la capacidad unilateral de definir la realidad.

Lo cual significa eliminar los “filtros” que la praxis va creando en nuestra manera de pensar y de “ver” y que sirven para decidir si algo es real, posible y acorde o no a nuestra situación social, ciudadana, cultural, o a nuestras empatías formadas en nuestros medios sociales más próximos. Para un ciudadano o una persona “normal” –que dependa o esté sujeta a la avalancha de (des)información cotidiana de parte de los masivos medios de comunicación “occidentales”-, es prácticamente imposible resistir el “formateo” de la manera de ver e interpretar el mundo. El sistema mediático y sus extensiones (Facebook, Twitter y otros) pueden formar o destruir certitudes, generar o anular ideas y acciones, hacer aceptar falsedades y deformar hasta lo monstruoso la realidad. También idealizar “modos de ser” y “modos de vida” e identidades sin asideros con la vida concreta de cada quien, y con poca probabilidad de que el individuo pueda interpretarlas para ponerlas en tela de juicio.

La sociedad sólida y con clases bien definidas del capitalismo industrial que en el campo de la ciudadanía política defendían sus intereses de clase, como la definió Zygmut Bauman, tenía necesariamente que dejar paso a una “sociedad líquida” compuesta de individuos vulnerables, sin ciudadanía y responsables de sí mismos. Y es la (ex)primera ministra Margaret Thatcher quien define de manera breve y clara este proceso, cuando dijo que “eso que llamamos sociedad, no existe como tal”, lo único que existen son individuos que deben arreglárselas por sí solos porque “no hay otra alternativa” a este sistema.

Es evidente que en este modelo de dominación basado en la desposesión en todas sus formas, para la concentración de la riqueza en una reducida oligarquía cada vez más parasitaria, no puede haber tampoco sociedad organizada de cara a buscar la democracia, a construirla.   

Ya tradicionalmente, desde la II Guerra Mundial, para acceder a los parlamentos capitalistas ha habido que contar con todo un entramado empresarial-mediático, una maquinaria electoral dependiente de los grandes poderes económicos (a los cuales quedan deudoras –y no sólo económicamente- las fuerzas en liza, sean de las siglas que sean). Ese espacio se ha ido concentrando correlativamente a como se concentra el capital en la esfera económica. Las palabras del analista norteamericano, William Pfaff, en su artículo “El poder del dinero en la política estadounidense”, son asaz esclarecedoras al respecto: “…al mundo empresarial le viene muy bien el actual sistema de gasto ilimitado en las campañas políticas. Mientras éstas sigan exigiendo sumas faraónicas, no se elegirá una mayoría reformista. Mientras gastar dinero siga siendo una forma de libertad de expresión protegida, el sistema estadounidense permanecerá bloqueado”.

Desde el principio se trató de asentar un Bipartidismo en el que sólo dos fuerzas, a la par representantes de distintos sectores de poder, se apropiaran también del espacio electoral casi en su totalidad (con pequeños márgenes para otras fuerzas menores que proporcionaban cobertura así a la “pluralidad” electoral).

Con los procesos de oligopolización económica el Bipartidismo fue dando lugar al Bipartido, omniabarcador del espacio político-institucional, exactamente como la competición futbolística se fue cerrando para que en la práctica sólo dos equipos a lo sumo pudieran ganarla. La aceptación del estado de las cosas de aburrida monotonía por parte del público-elector va calando, sin embargo, en el descrédito y desgana con que se mira a la política-institucional (como al fútbol que no atañe a los grandes), por más que todo el entramado periodístico-mediático actúe cada día ignorando estos hechos, como si la competición fuera emocionante para todos, y como si todos compitiesen con las mismas oportunidades. Por eso, una vez obviada la desigualdad (e injusticia) de partida, los resultados son siempre justos. Y las ONGs creadas ad hoc nada tienen que decir sobre ellos: desconsiderada la injusticia estructural lo importante es señalar los excesos (reales o inventados) de quienes intentan combatirla (entre otras cosas porque los poderosos no se necesitan en circunstancias normales romper sus propias normas: queda siempre dentro de su legalidad).

Pero como decíamos, en la presente coyuntura se está cerrando aún ese espacio democrático institucional, lo que deja cada vez menos huecos para que la vía electoral pueda constituirse en una vía de transformación social, válida para que la población pueda incidir de alguna forma en la política económica y social que se lleva a cabo. Esto es, para intervenir en la Política de verdad, con mayúsculas.

Algunos pasos han ido trazando ese deslizamiento antidemocrático. Primero se ha llevado a cabo la des-substanciación de las instituciones de representación popular, creando o empoderando en cambio entidades supraestatales ajenas a cualquier tipo de elección democrática (Bancos Centrales, Comisión Europea, G-20, FMI, OMC, Foro de Davos…).  Después se supeditan las leyes estatales a las supraestatales, liquidando la soberanía del Estado incluso para poder tener una política económica propia (y en el caso de la UE ni siquiera una moneda soberana), autosubordinándose a los mercados financieros y a sus agencias evaluadoras de riesgos, que no son precisamente elegidos democráticamente. Finalmente se modifican las propias constituciones, de manera que sea ‘anticonstitucional’ intentar cambiar la falta de soberanía, al tiempo que se empieza a tomar medidas para expulsar de forma directa a los partidos minoritarios de la contienda electoral (a través de la exigencia de una gran cantidad de avales para poder presentarse, por ejemplo).  Pero por si todo eso fallara, siempre queda la amenaza del caos (las famosas huelgas del capital) que se producirá si no sale una opción “aceptable” para los mercados, la presión para la repetición de referenda (cuando la gente no vota lo que debe; véanse como ejemplo los celebrados sobre la Constitución europea en distintos países cuando el resultado fue negativo), el chantaje político y económico (el caso de Grecia ha sido flagrante, al respecto), etc.

En definitiva, la demolición del sistema parlamentario burgués exige convertirlo en un instrumento ineficaz, inútil, del que la gente se vaya desentendiendo por inercia. Porque no resuelve nada, porque decide cada vez menos.

Pero paradójicamente, en su guerra implacable contra la URSS, y ante la caída de ésta (en la que tuvieron que ver también razones internas), el capitalismo realmente existente pierde el “sistema inmunitario” de la sociedad sólida del capitalismo industrial, resultado de largas y duras luchas de clase nacionales.

La pérdida de derechos, el desmoronamiento del Estado Social, la destrucción de la negociación colectiva, el destrozo de las condiciones laborales y salariales, la propia escasez del empleo… acaban con el poder social de negociación de la fuerza de trabajo, la mantienen sumisa y ultra-barata. Pero al tiempo, se acaba también con el consumo y la posibilidad de realizar la plusvalía en forma de ganancia a través de la venta de lo producido.

Si a ello le añadimos el ya aludido problema básico, estructural del capitalismo, la sobreacumulación de capital o la pérdida de la capacidad de generar valor como plusvalor al ir las máquinas sustituyendo más y más trabajo humano (el único del que se extrae el plusvalor), vemos que el capitalismo maduro que se creía triunfante para siempre a escala mundial, entra en una acelerada y profunda degeneración, propia probablemente de su fase senil o terminal.

Indicador de ello es que a partir de los años 80 tiene que crecer cada vez más a través de procesos de autofagocitación. No otra cosa implican sus miríadas de dispositivos de desposesión (ver “Capitalismo degenerativo. Breve crónica del mayor robo jamás perpetrado”,  http://www.sinpermiso.info/textos/capitalismo-degenerativo-breve-cronica-del-mayor-robo-jamas-perpetrado ). Eso quiere decir también que la “corrupción” se hace más intrínseca aún al capitalismo, siendo sus destellos mediáticos sólo un epifenómeno de la actual dinámica de crecimiento por desposesión, por rapiña.

Sin embargo, todo el conjunto de procesos y mecanismos hasta aquí descritos han permitido la anestesia de las conciencias frente a la barbarie. El entrenamiento y acostumbramiento de las poblaciones al imperialismo humanitario que vendría a continuación, y que escondía una brutal reordenación del tablero geoestratégico y geosocial mundial. Por tanto en adelante el Gran Capital podía contar si no siempre con la aquiescencia, sí con la pasividad de las poblaciones frente a la nueva modalidad de guerra que se convertiría desde los 90 también en elemento privilegiado de desposesión y a la vez de regulación-dominación social a escala planetaria.

La Guerra Total, que ha sido también bautizada como de “cuarta generación”, se hace la modalidad de guerra del capitalismo degenerativo. Está desatada y librada de forma permanente, sin necesidad de declaración alguna. La destrucción de territorios, la promoción bélica del desorden, la conversión de países en ruinas, no sólo busca la apropiación de recursos energéticos o de cualquier tipo, así como resultados geoestratégicos, sino además hacer de la devastación una forma de ganancia, de reinversión de los capitales excedentes, de otra manera ociosos, y permite el desligamiento de nuevas olas expansivas de la especulación. Vehículo para prolongar o preservar ganancias, para estirar rentas sobre recursos o ventajas comparativas, para frenar en suma el derrumbe económico. También para disciplinar al mundo emergente.

Irak, Afganistán, Somalia, Yugoslavia, Libia, Siria, Ucrania, Venezuela (y resto de países del Alba), son algunos de los ejemplos de la Guerra Total. Ante la decadencia del capitalismo global y de su país hegemón (EE.UU.), la irrupción de países emergentes como China y Rusia, se contempla como último anclaje de un capitalismo productivo-energético, pero al tiempo como un peligro para los viejos poderes. La diseñada “Nueva Ruta de la Seda” china (apoyada por Rusia) sería algo así como el último intento de una suerte de “keynesianismo global”, un proyecto que abre las puertas a un “nuevo mundo” más equilibrado, con una repartición mejor de la riqueza. Pero el mundo anglosajón que ha quedado rezagado, ha intentado hasta hoy por todos los medios frenarlo (apoyado por buena parte de una Europa decadente y subordinada). Por eso EE.UU. y sus adláteres instauran el caos, agujeros negros de destrucción bélica y barbarie en el camino de esa Ruta.

Ante la falta de posibilidades de levantar cualquier proyecto social, su meta es la destrucción de lo que pueda resultar díscolo o alternativo.

En su otra vertiente, la Guerra Total se manifiesta también como guerra interna, contra las propias sociedades, que va in crescendo mediante la militarización del orden social y la proliferación de estados de excepción y estados de emergencia, amén de los dispositivos jurídico-institucionales de represión de la protesta y criminalización de los desheredados.

En el centenario del nacimiento de la URSS, el capitalismo comienza a agonizar.  Entramos con ello en un momento de alta inestabilidad e incertidumbre, el famoso interregno gramsciano. Su sustitución por un nuevo orden sistémico como un decurso pasivo propiciado por la automatización y la actual revolución científico-técnica, su descomposición en diferentes formas de producción-supervivencia de unas y otras partes de la humanidad, o la intervención política que encamine a la socialización de las máquinas está por decidir. Mientras lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer, lo previsible es que siga la cadena de destrucción y muerte de un sistema moribundo. Más tiempo dure su agonía, más dolor, muerte y penurias para la humanidad.

La URSS, como cualquiera de las otras experiencias de desconexión con el orden capitalista del siglo XX, no pudo a la postre librarse de la ley del valor del capital, no tenían las condiciones socioeconómicas para ello (en 1967-68 Radovan Ritcha analizó la incompatibilidad del modelo de crecimiento industrial y el socialismo, diciendo así que se necesitaba de la revolución tecno-científica para construir socialismo, al menos si se está rodeado de un mundo capitalista). Pero hoy esas condiciones sí están dadas (esa revolución científico-técnica ya está aquí). Por eso, más allá de ver aquellos procesos revolucionarios como intentos fracasados de ida y vuelta al capitalismo, podríamos contemplarlos, con el beneficio de la distancia histórica, como estallidos del capitalismo antes de su definitiva superación.

La Rusia actual tendrá que virar (¿de nuevo?) hacia el capitalismo de Estado si quiere tener algún lugar en el mundo que se avecina (China, desde su intento de ruptura, ha comenzado a involucionar también hacia él). Su razón de ser, capitalista, nada bueno nos augura respecto de las posibilidades de superar los límites del capitalismo, ni los de la naturaleza, pero al menos desde esa posición es más fácil acomodarse a la era postcapitalista. Y la llamaremos así de momento porque probablemente transcurrirá bastante tiempo hasta que de la agonía de este sistema cuaje algo definido y estable para la humanidad, o al menos para algunas partes de la misma.

Hoy más que nunca necesitamos de una nueva y mejorada URSS.

– Alberto Rabilotta es periodista y ensayista argentino-canadiense.

– Andrés Piqueras es profesor titular de Sociología y Antropología Social en la Universitat Jaume I y miembro del Observatorio Internacional de la Crisis.

URL de este artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/186574


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