Paco Campos •  Opinión •  25/09/2017

La seguridad de lo que no cambia

El ideal del pensamiento griego clásico que identifica la perfección con la quietud o ausencia de cambio ha permanecido hasta nuestros días, sobre todo a la hora de referirnos a la naturaleza humana: no cabe duda que la contemplación supera a la acción en el código de mando de las religiones monoteístas, y que la certeza tiene un rango mayor de aceptabilidad que la imaginación. Dewey destapó la incoherencia de la dicotomía y se lanzó por el camino de la esperanza a potenciar la supremacía del hombre, tal y como Rorty sostiene en Ética sin obligaciones universales (1996).

En esa supremacía o afán de progreso, verdadero motor del pragmatismo y el evolucionismo, descansa el cambio, y dentro de éste la apertura y la imprevisibilidad, que no deja de ser, sobre todo ésta última, el azote permanente de los principios que muchos políticos y jerarcas de toda índole -desde las monarquías a las comunidades de vecinos- airean y blanden como bastiones donde descansan el orden, la legalidad constitucional o los mandamientos divinos; quedando el ser humano protegido por la seguridad que da la auctoritas, pasando a ser meros pupilos siempre temerosos y agradecidos mediante el voto inmovilista.

Dewey invita a Occidente, a ese Occidente del Atlántico Norte a rehuir la distinción entre contemplación y acción, a la que considera el mayor íncubo (dícese del diablo disfrazado para fines lujuriosos). Rorty termina apelando a inventar con imaginación nuevos modos de ser humano por encima de la necesidad de estabilidad, seguridad y orden.


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