Gianni Proiettis •  Opinión •  23/11/2017

La saga de los temibles Fujimori

¿Puede una sola familia paralizar la dinámica política de toda una nación, ocupar el centro de las instituciones y establecer un gobierno paralelo, doblegando al verdadero ejecutivo?

Si la familia se llama Fujimori y el país es el Perú, la respuesta es sí.

Desde que perdió las elecciones presidenciales en junio del año pasado, pero ganando la mayoría absoluta en el Congreso, Keiko Fujimori, hija del ex-dictador preso por crímenes de lesa humanidad, ha hecho de todo –y con bastante éxito- para obstaculizar al gobierno de Pedro Pablo Kuczynski (PPK), privándolo de sus mejores secretarios y revelando la fragilidad de un gobierno de tecnócratas sin ninguna habilidad política.

El patológico resentimiento de Keiko por haberse visto privada –¡y por un irrisorio 0.24 por ciento!- de una presidencia que ya se sentía en el bolsillo luego de dos costosísimas campañas, se ha traducido en quince meses de feroz boicot a la actividad del ejecutivo y en un uso prepotente y matonesco de su mayoría absoluta en el Congreso unicameral de 130 diputados.

“Banda de cavernícolas irreflexivos”, “monos con metralletas” han sido definido los 71 congresistas naranja –el color de su partido, Fuerza Popular- dedicados a interpelar y censurar, insultándolos, a los miembros más competentes del gobierno –ya van cuatro bajas de secretarios, más un entero gabinete- por pura tirria. Su única actividad ha consistido en promover leyes retrógradas, como la que desprotege a las mujeres víctimas de violencia y a la comunidad gay o la que reserva generosas exenciones fiscales a las grandes empresas, provocando un clima de inestabilidad e ingobernabilidad que no ayuda a la necesaria recuperación económica.  

Lloviendo sobre lo mojado, las inundaciones al inicio del año causadas por el fenómeno del Niño costero, que han arrasado vastas regiones del norte del país, y los estragos políticos consecuencia de los graduales descubrimientos del caso Odebrecht –con el ex-presidente Ollanta Humala y su ex-primera dama encarcelados, el ex-presidente Alejandro Toledo y señora prófugos de la justicia, pasos en la azotea para el blindadísimo Alan García y la propia Keiko Fujimori- han agravado el sentimiento de decepción por el primer año de gobierno de PPK.

Un exordio de gobierno tan débil y genuflexo frente a las vengativas pataletas de la señora Fujimori, que explica las razones de la estrepitosa caída de popularidad del actual presidente.

En cambio, la irresistible ascensión de los Fujimori –a pesar de que su patriarca se encuentra condenado a 25 años de cárcel por los crímenes cometidos (y a la vigilia de una posible excarcelación)- no ha parado desde final de los 80, cuando un oscuro rector de la Universidad Agraria La Molina irrumpió en la política y ganó la presidencia a un contrincante tan famoso como Mario Vargas Llosa.

La ilusión de que un outsider de la política pudiera sacar al país de la gravísima crisis provocada por la primera presidencia de Alan García, duró muy poco tiempo. El 5 de abril de 1992 –a menos de dos años de asumir la presidencia- Alberto Fujimori, con un repentino autogolpe, instaura una dictadura que parece inspirada en un shogunato japonés y dura hasta final del 2000, gracias a una reelección fraudulenta.

Es casi una década de suspensión de las libertades fundamentales, cierre del Congreso, cirugía institucional (imposición de una nueva Constitución, instauración de un legislativo unicameral a modo, intervención del poder judicial), represión o cooptación de todas las oposiciones, estallido de una guerra sucia en contra de Sendero Luminoso que causará miles de muertos inocentes, comunidades exterminadas por el ejército, corrupción galopante a todos los niveles (famosos los videos de Vladimiro Montesinos, el Rasputín del régimen, que filmaba las coimas a muchos diputados), colusión con el narcotráfico (un avión presidencial “cachado” con 176 kilos de cocaína no es cosa de todos los días), saqueo de las arcas públicas (se calcula por 6mil millones de dólares), millares de esterilizaciones forzadas en las regiones andinas y un largo etcétera de infamias.

Hay crímenes particularmente repugnantes en la trayectoria autocrática de Alberto Fujimori. Cuando su mujer, Susana Higuchi, denuncia que sus cuñadas se han apropiado de las ayudas humanitarias llegadas de Japón, el dictador la hace secuestrar y detener por cuatro meses en el Servicio de Inteligencia del Ejército, donde recibió golpizas, le aplicaron choques eléctricos y le inyectaron sustancias desconocidas. Susana Higuchi, quien declaró en una ocasión que su hija Keiko “tiene cara de diablo”, quedó incapacitada mentalmente de por vida. Lejos de asumir la defensa de la madre, los hijos guardaron un silencio cómplice y Keiko, la futura líder despótica y hambrienta de poder, asumió gustosa el papel de primera dama al lado del padre.

Sin embargo, los crímenes del ex-dictador –“errores” según su hija mayor- van mucho más allá de mandar torturar a su esposa y estrangular a la democracia. La creación del grupo Colina, una banda de sicarios utilizados para ejecutar disidentes y adversarios incómodos, conllevó una serie de matanzas totalmente injustificadas como las de La Cantuta (un profesor universitario y nueve estudiantes secuestrados, torturados y ejecutados por sospechosos de simpatías senderistas) y Barrios Altos (15 personas que participaban en una fiesta, entre los cuales un niño de 8 años, asesinadas por equivocación, creyéndolos terroristas).

La parte descendente de la parábola fujimorista, no exenta de connotaciones novelescas, empieza el 19 noviembre del 2000, cuando el todavía presidente del Perú, tras viajar a Brunei para una reunión de la APEC, renuncia al cargo vía fax desde Japón, donde, con la protección de la poderosa Yakuza, postula infructuosamente al Senado japonés. Sus fechorías, ya inocultables, rebalsan la cloaca en que se han convertido las principales instituciones del Perú.

Capturado en 2005, en ocasión de un imprudente viaje a Chile, y extraditado dos años después, Alberto Fujimori fue condenado, luego de un juicio impecable, a 25 años de prisión por los delitos de asesinato con alevosía, secuestro agravado, lesiones graves, más otros siete años y medio de cárcel por peculado doloso, apropiación de fondos públicos y falsedad ideológica en agravio del estado. Aunque no haya nunca manifestado el mínimo arrepentimiento por los crímenes cometidos ni haya desembolsado un solo centavo de los 16 millones de dólares que debe por reparación civil, el ex-dictador sigue mendigando un indulto humanitario con cualquier presidente en turno. Hasta ahora el indulto, que se apoya en un discutible cáncer a la lengua, ha sido constantemente denegado.

Sin embargo, últimamente el presidente Kuczynski, haciendo caso omiso de que fueron los arraigados sentimientos antifujimoristas los que lo llevaron a la presidencia, parece orientado a concederlo.

Paradójicamente, un Fujimori indultado es lo que menos le conviene a su hija Keiko, quien vería inevitablemente mermado su actual liderazgo, ya amenazado por su hermano Kenji, imagen del hijo fiel, que pide explícitamente la liberación del padre y critica todas las iniciativas legislativas de su propia bancada al punto de arriesgar la expulsión del partido.

Sea como sea, los Fujimori no paran de ocupar las primeras planas, ya sea que se trate de los disparates de Kenji, las lamentaciones carcelarias del patriarca o las amenazas de Keiko quien, salpicada por las revelaciones de Marcelo Odebrecht relativas al financiamiento oculto de sus campañas electorales, está embistiendo a la cúspide del poder judicial con un atrevido contraataque que sacude hasta los cimientos de la institucionalidad democrática.

Si se suman a las arremetidas en contra del Tribunal Constitucional y del fiscal de la Nación, el amedrentamiento a la prensa, amenazada de denuncias penales, y los ataques reiterados al propio presidente Kuczynski, cobra vigencia la inquietante afirmación del politólogo Nelson Manrique: “El principal desafío que afronta la democracia peruana hoy es la ofensiva del fujimorismo, que busca destruir la débil institucionalidad existente para asegurar la impunidad de Keiko Fujimori”.     

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